Millones de personas trabajan en todo
el planeta en condiciones análogas a la esclavitud para engrasar la máquina del
consumo y el incesante proceso de acumulación de capital que requiere el
sistema. En las últimas décadas, la sociedad civil comienza a pedir
responsabilidades a las empresas y a entender el consumo como un acto político.
Un buen día, la urbanista
estadounidense Annie Leonard estaba en la cola de un supermercado a
punto de comprar una radio por 4,99 dólares (unos 3,5 euros), cuando se
preguntó: ¿Cómo es posible que esta radio sea tan barata? La devolvió
a su estante, se marchó del supermercado y escribió el guión de The Story of
Stuff (La historia de las cosas), un conciso documental que ilustra la cadena
de extracción, fabricación, distribución, consumo y deshecho de las cosas que
consumimos.
Para que esa radio llegue a nuestras
manos a ese precio irrisorio, alguien pagó la diferencia: casi siempre, el
planeta, que se desgasta por la irresponsable codicia extractiva, y los
trabajadores, que en muchos rincones del globo tejen nuestros jerséis o
fabrican nuestros móviles en condiciones similares a la esclavitud. Es lo que,
como recuerda Leonard, las empresas llaman cínicamente “externacionalización de
costes”.
Desde que se consolidó la
deslocalización de la producción a nivel planetario, en un proceso paralelo a
la mejora de las condiciones de trabajo en Europa y Estados Unidos, las
empresas multinacionales escudriñan los rincones del planeta donde las
legislaciones laborales son más laxas y los salarios más bajos. El propio FMI
estimó en 2007 que los sueldos habían caído siete puntos desde los años 80.
Paradigmático es el caso de Saipán, la
isla más grande de las Marianas, un archipiélago que mantiene estrechos lazos
de colaboración con Estados Unidos en una asociación similar a la de Puerto
Rico. A finales del siglo pasado, Saipán se había convertido en el paraíso de
la industria textil, donde se fabricaban camisetas y pantalones para grandes
marcas mundiales.
Las denuncias por las condiciones de
esclavitud de los trabajadores, la mayoría de ellos inmigrantes
del Sudeste asiático a los que a menudo se les impedía escapar de la isla, acabaron
imponiendo un código de buenas prácticas laborales para garantizar la
dignidad de los empleados. El resultado fue la muerte de la industria textil en
la isla.
Algo similar está ocurriendo en China,
donde el aumento de los salarios y de las condiciones laborales está llevando a
las empresas multinacionales a mudar su producción a otros países con menores
costes, por tanto, más competitivos. Bangladesh es, quizá, el campeón actual en
esa absurda pugna mundial por los salarios más bajos. Las proveedoras de grandes
distribuidoras como Wal-Mart, Carrefour o Lidl pagan un salario medio
de 33 euros mensuales por unas 60 horas de trabajo semanales, según datos
de la ONG Ropa Limpia.
Y es que trabajar no necesariamente
saca a una persona de la pobreza. De hecho, según la Organización Internacional
del Trabajo (OIT), un 30% de la fuerza de trabajo mundial, 910 millones
de personas, entran dentro de la definición de ‘trabajador pobre’ (working
poor) de la ONU: aquel individuo que, aun teniendo un empleo, vive con menos de
un dólar diario por cada miembro de su familia. Son, por ejemplo, los obreros
de las llamadas sweatshops, fábricas que, por sus bajos costes, ofrecen
interesantes condiciones para que las multinacionales ubiquen allí su
producción.
Economistas como Paul Krugman o Jeffrey
Sachs consideran que se trata de un mal menor, de un paso necesario hacia el
desarrollo. Sin embargo, “las posibilidades de que estas prácticas se extiendan
y consoliden, hasta conformar un ‘modelo económico’ que permanezca durante generaciones,
son demasiado altas, como ya hemos visto en Bangladesh o en algunos países
centroamericanos”, recuerda el activista contra la pobreza Gonzalo Fanjul,
autor del blog “3.500 millones: Ideas irreverentes contra la pobreza”, en El
País.
Además, en muchos países del mundo, los
trabajadores ven saboteado su derecho a la libre asociación o de huelga,
amenazados con despidos si osan protestar. Aun así, a veces se arriesgan.
Camboya, donde producen marcas como
Zara, H&M y Gap, vivió una convulsión en septiembre de 2010 cuando más de
200.000 obreros de 95 fábricas, según la Confederación de Trabajadores de
Camboya, se echaron a la calle durante tres días para pedir que se les
aumentase su sueldo de 50 dólares al mes. Era la primera vez en 30 años que se
producía una protesta semejante en el país asiático, donde los trabajadores
terminaron consiguiendo un pequeño aumento salarial y despidos masivos.
Igualmente, los obreros a menudo se ven
obligados a trabajar en lamentables condiciones de salubridad y seguridad. “Por
la precariedad de las condiciones de trabajo, los incendios en los
talleres de textil se han convertido en algo normal: 500 muertos en diez años”,
explica Eva Kreisler, miembro de Ropa Limpia, una red de ONG que combate el
trabajo esclavo.
“Están hacinados en locales mal
ventilados, a menudo encerrados, y no hay controles ni auditorías. No existe
legislación que los proteja ni tienen dónde denunciar”, añade.
ENVENENADOS POR LA MODA
ENVENENADOS POR LA MODA
Otro caso aberrante es el sandblasting,
el procedimiento mediante el cual se destiñen los jeans, como manda la moda
cada temporada. El trabajador debe aplicar sobre la prenda, con una especie de
pistola, cristales de sílice muy tóxicos que le pueden producir silicosis, la
enfermedad de los mineros, en un corto espacio de tiempo.
Existen otras técnicas para desgastar
vaqueros que no amenazan la salud de los trabajadores, pero no son tan baratas,
por lo que se sigue utilizando el sandblasting en la
producción de buena parte de los 5.000 millones de pantalones vaqueros que se
destiñen cada año principalmente en Bangladesh, India y norte de África.
Por su parte, en aquellos rincones del mundo donde la legislación laboral implica costes demasiado elevados, los olvidados de la tierra son los esclavos, esta vez, ilegales. A menudo son inmigrantes sin papeles, el eslabón más débil de la cadena. Así, en São Paulo, la ciudad más rica de Brasil y de toda la región latinoamericana, los bolivianos se han convertido en carne de cañón para los talleres clandestinos que proveen a las grandes marcas.
Por su parte, en aquellos rincones del mundo donde la legislación laboral implica costes demasiado elevados, los olvidados de la tierra son los esclavos, esta vez, ilegales. A menudo son inmigrantes sin papeles, el eslabón más débil de la cadena. Así, en São Paulo, la ciudad más rica de Brasil y de toda la región latinoamericana, los bolivianos se han convertido en carne de cañón para los talleres clandestinos que proveen a las grandes marcas.
El pasado agosto, saltó el escándalo a
las portadas de los diarios brasileños cuando se descubrió que proveedores
de Zara utilizaban trabajadores bolivianos, incluidos menores de edad, en
condiciones análogas a la esclavitud. Cuando la prensa fue detallando
la insalubridad de los talleres y los precios inverosímiles a los que se les
pagaba cada prenda, los consumidores se mostraron airados.
El Gobierno brasileño amenazó con
incluir a Zara en la lista negra de empleadores de mano de obra esclava, que
cuenta con 250 empresas, y terminó acordando con Inditex una multa de 3,4
millones de reales (1,4 millones de euros), muy por debajo de lo inicialmente
solicitado.
Kreisler, de Ropa Limpia, afirma que
Brasil tiene uno de los gobiernos más activos en la erradicación del trabajo
esclavo; aunque el periodista brasileño Leonardo Sakamoto advierte de que la
actuación gubernamental es “contradictoria e insuficiente”: persigue a los
explotadores, pero sigue promoviendo una economía del latifundio y la
exportación que favorece estructuralmente la explotación. Las raíces del
problema no se combaten.
“La tercerización es el mecanismo
clásico para derivar los riesgos”, sostiene Daniel Santini. “La firma dice que
su proveedor subcontrató sin su autorización, y así se cubre las espaldas”,
aclara Kreisler. Ropa Limpia insiste en que las empresas deben asegurar el
control de toda la cadena productiva y, de hecho, así lo recoge el código de
conducta de Inditex, que trabaja con unos 1.500 proveedores. En la práctica,
cuando saltó el escándalo de São Paulo, la empresa textil argumentó que
desconocía el proceder de estos proveedores.
Otro ‘coladero’ para el sabotaje a los
derechos laborales es el trabajo a domicilio:en 2006, un semanario portugués
denunció que un proveedor de Inditex utilizaba trabajo infantil en sus
viviendas en el municipio portugués de Felgueras.
Porque los abusos no se limitan al
‘tercer mundo’: la propia Inditex ha sido denunciada por trabajadores
subcontratados en la propia sede de la compañía en Arteixo (Galicia) para
descargar mercancía de forma no mecanizada con jornadas de hasta 16 horas
seguidas y sin convenio.
FRUTO DEL CAPITALISMO
Para Sakamoto, el trabajo esclavo “no
es enfermedad, sino síntoma del sistema. Estas nuevas formas de esclavitud no
son un resquicio de prácticas arcaicas que sobrevivieron a la introducción del
capitalismo, sino un instrumento del sistema para favorecer la acumulación del
capital en su interminable proceso de expansión”, sostiene.
“La sobreexplotación del trabajo, cuya
forma más cruel y extrema es la esclavitud, se utiliza deliberadamente en
determinadas regiones como parte integrante e instrumento del capital”, escribe
el periodista en un artículo titulado Trabajo esclavo contemporáneo, fruto del
capitalismo. La ONG Anti-Slavery International calcula que hay unos 27
millones de esclavos en la actualidad y que unos 246 millones de niños están
sometidos a algún tipo de explotación laboral.
Comprometido con esta lacra, Sakamoto
fundó la ONG Repórter Brasil, especializada en noticiar y prevenir una forma
moderna de esclavitud que puede llegar a ser “mucho más brutal que la
esclavitud colonial que tan bien conocemos en Brasil”, como explica Daniel
Santini en la sede de la organización, en São Paulo.
“El trabajador es completamente
descartable, es gratis, luego no hay una preocupación por mantenerlo. Existen
enormes bolsas de miseria, hay un gran excedente de mano de obra. Así, nos
encontramos casos de trabajadores grabados a hierro, como el ganado, o aislados
sin agua, obligados a beber de un pozo infectado. Historias que ponen los
vellos de punta, a veces en proyectos de enormes presupuestos”, relata Santini.
Historias como las que se repiten en
los cañaverales del Nordeste brasileño o del rico São Paulo, donde los
cortadores de caña de azúcar llegan a cobrar 600 reales, un salario de miseria,
si hacen agotadoras jornadas, pues les pagan según el peso recogido. Cortar
caña está considerado como uno de los trabajos más duros que existen; algunos
obreros toman crack o marihuana para afrontar sus jornadas.
A medio plazo, muchos sufren accidentes
cerebrales, cáncer de piel o desequilibrio en los indicadores de orina. Poco
importa que la productividad del sector se haya multiplicado por dos en un par
de décadas; la mano de obra sigue abaratándose, con precios de saldo que
desincentivan a la patronal a realizar una mecanización del sector anunciada
desde los años 70.
Tampoco importa que, según un estudio realizado
en 2011 en las maquilas mexicanas (talleres de textil),doblar el salario a
los trabajadores de base supondría un incremento de 50 céntimos en los costes
de producción de una camiseta vendida por 32 dólares, es decir, un
1,6% del precio final.
Incluso marcas de lujo, que venden
bolsos por miles de euros, optan por ahorrarse unos céntimos que le esquilman
al trabajador en cada pieza. “No son casos aislados: así funciona la industria
textil a nivel mundial”, sostiene Kreisler.
LA BÚSQUEDA DE SOLUCIONES
La mayor parte de las firmas han
suscrito convenios internacionales y poseen su propio código de conducta para
evitar los abusos laborales, pero en la práctica es difícil verificar si lo
cumplen y, sobre todo, si lo siguen sus proveedores, que son los que producen
la mayor parte de la mercancía.
En tales condiciones, “la ausencia de
un organismo internacional con capacidad sancionadora que controle el
cumplimiento de los convenios ha dejado el control en el terreno de la
voluntariedad”, sostiene el informe Pasen por caja, de Setem/Ropa Limpia. Esto
es, las empresas terminan autorregulándose voluntariamente. Así lo resume Eva
Kreisler: “Más legislación y menos responsabilidad social corporativa”.
Con todo, algunas evidencias demuestran
que esa nueva moda de la responsabilidad social corporativa (RSC) ha tenido
algunos efectos positivos. Es el caso del gigante Apple y su ensamblador de
origen taiwanés Foxconn.
La chispa saltó en 2010 cuando 16
empleados de Foxconn, que tiene sus fábricas en China continental, se
suicidaron y otros tres lo intentaron sin éxito. Preocupados por la polémica,
el fabricante del popular iPhone ha contratado a la Fair Labor Association para
controlar las condiciones laborales en la subcontrata y ha anunciado un aumento
de los salarios y de la plantilla.
Pero la cadena no termina en China, ya
que Foxconn sigue extrayendo coltán en la República Democrática del Congo, a
pesar de las deplorables prácticas que se han certificado en la extracción de
este raro metal. La firma textil Gap, por su parte, dejó de producir en
Uzbequistán tras los escándalos que saltaron a la prensa por la utilización de
mano de obra esclava.
ACTIVISMO Y RSC
La respuesta de la firma siempre llega
a remolque de la presión de los consumidores y, por tanto, del riesgo de que la
imagen de marca resulte perjudicada. Las campañas contra ciertas empresas, hoy
amplificadas fácilmente gracias a las redes sociales, y el boicot acostumbran a
dar buenos resultados, pero la memoria olvida fácil, puesto que ‘lo hacen
todos’ y el consumidor acaba confundido sobre cómo responder. Nadie tiene la
respuesta.
Eva Kreisler aventura una: “Es
más útil hacer algún tipo de activismo para presionar a las empresas que dejar
de comprar una u otra marca”. Y sugiere otras alternativas, como las tiendas
de segunda mano o el intercambio de objetos. El consumo entendido como un acto
político; quizá el más eficaz en tiempos en que los poderes fácticos parecen
vernos antes como consumidores que como ciudadanos.
Se trata, en suma, de desenmascarar esa
cadena oculta de la que hablaba Annie Leonard, de ir más allá de la retórica
del sagrado consumo. Como concluye Daniel Santini: “Es el momento de
reflexionar sobre si lo más bonito es usar lo que está de moda o nos paramos a
pensar de dónde vienen los productos que consumimos. La crisis,
económica y ecológica, es también una esperanza de nuevas creaciones
colectivas”. Es hora de mojarse.
Artículo de Texto: Nazaret Castro y Laura Villadiego. Ilustración: Teresa Císcar. Visto en blogs.publico.es
Fuente<. http://ssociologos.com/2013/09/05/la-perversa-historia-de-las-cosas-el-consumo-como-un-acto-politico/
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