El amor en la posmodernidad es una utopía
colectiva que se expresa en y sobre los cuerpos y los sentimientos de las
personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación colectiva, sirve
como anestesiante social.
El amor hoy es un producto cultural de consumo que calma la
sed de emociones y entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido
toda una industria y un estilo de vida que fomenta lo que H.D.
Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una forma de relación basada en
la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la
interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción
irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo…
Este enclaustramiento de parejas propicia el conformismo,
el viraje ideológico a posiciones más conservadoras, la despolitización y el
vaciamiento del espacio social, con notables consecuencias para las democracias
occidentales y para la vida de las personas. Las redes de cooperación y ayuda
entre los grupos se han debilitado o han desaparecido como consecuencia del
individualismo y ha aumentado el número de hogares monoparentales. La gente
dispone de poco tiempo de ocio para crear redes sociales en la calle, y el
anonimato es el modus vivendi de la ciudad: un caldo de cultivo, pues, ideal
para las uniones de dos en dos (a ser posible monogámicas y heterosexuales).
De este modo, nos atrevemos a afirmar que los modelos de
relación erótica y amorosa de la cultura de masas están basadas en la ideología
del “sálvese quién pueda”. Mucha gente se queja de que los amores
posmodernos son superficiales, rápidos e intensos, como la vida
en las grandes urbes. Es cada vez más común el enamoramiento fugaz, y pareciera
que las personas, más que lograr la fusión, lo que hacen es “chocar” entre sí.
Creo, coincidiendo con Erich Fromm, que a pesar de que el
anhelo de enamorarse es muy común, en realidad el amor es un fenómeno
relativamente poco frecuente en nuestras sociedades actuales: “La gente capaz
de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es
inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad actual”. Y lo es porque el
amor requiere grandes dosis de apertura de uno mismo, de entrega, generosidad,
sinceridad, comunicación, honestidad, capacidad de altruismo, que chocan con la
realidad de las relaciones entre los hombres y las mujeres posmodernas.
Por eso creo que el amor, más que una realidad, es
una utopía emocional de un mundo hambriento de
emociones fuertes e intensas. En la posmodernidad existe un deseo de permanecer
entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y mecanizada exacerba
estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada
surge además en lo que Lasch denomina la era del
narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo del individuo.
Las relaciones superficiales que establecen a menudo las
personas se basan en una idealización del otro que luego se diluye como un
espejismo. En realidad, las personas a menudo no aman a la otra persona por
como es, en toda su complejidad, con sus defectos y virtudes, sino más bien por
cómo querría que fuese. El amor es así un fenómeno de idealización de
la otra persona que conlleva una frustración; cuanto mayores son las
expectativas, más grande es el desencanto.
El amor romántico se adapta al
individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre
en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el
uno al otro. Esto es bueno para que la democracia y el capitalismo se
perpetúen, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de
carácter masivo que podrían desestabilizar el statu quo. Por esto en los medios
de comunicación de masas, en la publicidad, en la ficción y en la información
nunca se habla de un “nosotros” colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”.
El amor se canaliza hacia la individualidad porque, como bien sabe el poder, es
una fuerza energética muy poderosa. Jesús y Gandhi expandieron la idea del amor
como modo de relacionarse con la naturaleza, con las personas y las cosas, y
tuvieron que sufrir las consecuencias de la represión que el poder ejerció
sobre ellos.
El amor constituye una realidad utópica porque
choca con la realidad del día a día, normalmente monótona y rutinaria para la
mayor parte de la Humanidad. Las industrias culturales actuales ofrecen una
cantidad inmensa de realidades paralelas en forma de narraciones a un público
hambriento de emociones que demanda intensidad, sueños, distracción y
entretenimiento. Las idealizaciones amorosas, en forma de novela, obra de
teatro, soap opera, reality show, concurso, canciones, etc. son un modo de
evasión y una vía para trascender la realidad porque se sitúa como por encima
de ella, o más bien porque actúa de trasfondo, distorsionando, enriqueciendo,
transformando la realidad cotidiana.
Necesitamos enamorarnos del mismo modo que necesitamos
rezar, leer, bailar, navegar, ver una película o jugar durante horas: porque
necesitamos trascender nuestro “aquí y ahora”, y este proceso en ocasiones es
adictivo. Fusionar nuestra realidad con la realidad de otra persona es un
proceso fascinante o, en términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos
biografías que hasta entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión
sitúe a los enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la
realidad propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es
para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico,
una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las
historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos
especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido
se vive como algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente
la relación de las personas con su entorno y consigo mismas.
Sin embargo, este choque entre el amor ideal y la realidad
pura se vive, a menudo, como una tragedia. Las expectativas y la idealización
de una persona o del sentimiento amoroso son fuente de un sufrimiento
excepcional para el ser humano, porque la realidad frente a la mitificación
genera frustración y dolor. Y, como admite Freud (1970),
“jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás
somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado
o su amor”.
Quizás la característica más importante de esta utopía
emocional reside en que atenúa la angustia existencial, porque en la
posmodernidad la libertad da miedo, el sentido se ha derrumbado, las verdades
se fragmentan, y todo se relativiza. Mientras decaen los grandes sistemas
religiosos y los bloques ideológicos como el anarquismo y el comunismo, el
amor, en cambio, se ha erigido en una solución total al problema de la
existencia, el vacío y la falta de sentido.
Otro rasgo del amor romántico en la actualidad es que en él
confluyen las dos grandes contradicciones de los urbanitas posmodernos:
queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del cariño, el afecto y la
ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse sexual y afectivamente
con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así que la contradicción
es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un
estado de inconformismo continuo por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos
siempre lo que no tenemos, de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres
humanos nos cuesta hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez,
pero lo queremos todo y ya: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y
rutina.
La insatisfacción permanente es un proceso que nos hace
vivir la vida en el futuro, y no nos permite disfrutar del presente; en él se
aúna esa contradicción entre idealización y desencanto que se da en el amor
posmoderno, porque la nota común es desear a la amada o el amado inaccesible, y
no poder corresponder a los que nos aman. La clave está en el deseo, que muere
con su realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.
Si la primera contradicción amorosa posmoderna reside
fundamentalmente en el deseo de libertad y de exclusividad, la segunda reside
en la ansiada igualdad entre mujeres y hombres. Por un lado, la revolución
feminista de los 70 logró importantes avances en el ámbito político, económico
y social; por otro, podemos afirmar que el patriarcado aún goza de buena salud
en su dimensión simbólica y emocional.
En algunos países las leyes han logrado llevar las
reivindicaciones de los feminismos a la realidad social, pese a que la crisis
económica nos aleja aún más de la paridad y la igualdad de mujeres y hombres en
el seno de las democracias occidentales. Además de esta ansiada igualdad legal,
política y económica, tenemos que empezar a trabajar también el mundo de las
emociones y los sentimientos. El patriarcado se arraiga aún con fuerza en
nuestra cultura, porque los cuentos que nos cuentan son los de siempre, con
ligeras variaciones. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de
estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; los
modelos que nos ofrecen siguen siendo desiguales, diferentes y complementarios,
y nos seguimos tragando el mito de la media naranja y el de la eternidad del
amor romántico, que se ha convertido en una utopía emocional colectiva
impregnada de mitos patriarcales.
Algunos de ellos siguen presentes en nuestras estructuras
emocionales, configuran nuestras metas y anhelos, seguimos idealizando
y decepcionándonos, y mientras los relatos siguen reproduciendo el mito de la
princesa en su castillo (la mujer buena, la madre, la santa,) y el mito del
príncipe azul (valiente a la vez que romántico, poderoso a la par que tierno).
Muchos hombres han sufrido por no poder amar a mujeres poderosas; sencillamente
porque no encajan en el mito de la princesa sumisa y porque esto conlleva un
miedo profundo a ser traicionados, absorbidos, dominados o abandonados.Los
mitos femeninos han sido dañinos para los hombres porque al dividir a las
mujeres en dos grupos (las buenas y las malas), perpetúan la deigualdad y el
miedo que los hombres sienten hacia las mujeres. Este miedo aumenta su
necesidad de dominarlas; el imaginario colectivo está repleto de mujeres
pecadoras y desobedientes (Eva, Lilith, Pandora), mujeres poderosas y temibles
(Carmen, Salomé, Lulú), perversas o demoníacas (las harpías, las amazonas, las
gorgonas, las parcas, las moiras).
Paralelamente, multitud de mujeres han besado sapos con la
esperanza de hallar al hombre perfecto: sano, joven, sexualmente potente,
tierno, guapo, inteligente, sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo
tipo. El príncipe azul es un mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al
varón, al poner en otra persona las manos de su destino vital. Este héroe ha
distorsionado la imagen masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables
frustraciones en las mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro
mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga felices.
Pese a estos sueños de armonía y felicidad eterna, las
luchas de poder entre hombres y mujeres siguen siendo el principal escollo a la
hora de relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades
posmodernas; por ello es necesario seguir luchando por la igualdad,
derribar estereotipos, destrozar los modelos tradicionales, subvertir los
roles, inventarnos otros cuentos y aprender a querernos más allá de las
etiquetas.
consultado 25 de septiembre 2013 http://ssociologos.com/2013/09/25/el-amor-romantico-como-utopia-emocional-de-la-posmodernidad/