Por otro lado, el triunfo del
capitalismo no debe menos a esa aura ideológica que resplandece sobre
sus procesos económicos de producción y generación-acumulación de
riqueza. La gran oferta ideológica del capitalismo es el edén de la
igualdad en la riqueza, un contrasentido evidente con sus principios más
elementales: aunque en esencia el capitalismo es un juego de suma cero
(donde alguien gana lo que otro pierde), ideológicamente promete que
todos podríamos ganar si nos esforzamos lo suficiente. De la
mano de la ética protestante-burguesa, el capitalismo encontró en el
valor positivo del esfuerzo el cebo para ganarse la voluntad de los
maginados y los desposeídos —que, en cierto sentido, lo es cualquiera en
este mundo, siempre, porque en una realidad regida por el capital solo
un puñado se encuentra en el centro nodal de la dominación y la
posesión.
Sin embargo, luego de al menos cinco
siglos de predominancia, la hora del capitalismo comienza a sonar. Su
obsolescencia queda de manifiesto por el deterioro que su acción ha
tenido efecto en los más diversos ámbitos: desde el personal y el
colectivo hasta el ambiental y el planetario, una degradación que
alcanza aspectos como el comportamiento, la psique y al estabilidad
espiritual. De alguna manera puede decirse que en el corazón del
capitalismo late una fuerza destructiva que nos conduce inevitablemente
al caos y el colapso, y de ahí a la nada y el vacío.
En un libro publicado recientemente,
Jerry Mander, conocido activista y escritor estadounidense, propone 6
argumentos por los cuales ha llegado el momento de declarar el
agotamiento del capitalismo, 6 de sus rasgos más esenciales que lo han
convertido en una amenaza incluso para nuestra propia sobrevivencia como
especie.
Traducimos íntegramente:
Amoralidad —el
incremento de la riqueza individual y corporativa es el corazón
principal del capitalismo. El reconocimiento de cualquier preocupación
social o relación con el mundo natural que trascienda la meta del
incrementar la acumulación del capital, es extrínseca al sistema.
Dependencia del
crecimiento —el capitalismo descansa en el crecimiento ilimitado, pero
los recursos naturales esenciales para la generación de riqueza son
finitos. La súper explotación es exhaustiva con aquellos recursos y
destruye los ecosistemas de los que forman parte, arriesgando tanto la
sobrevivencia humana como la de otras especies.
Propensión a la
guerra —en vista de que la única meta es acumular y no distribuir la
riqueza, los recursos que producen riqueza deben ser controlados, por lo
tanto, la guerra es inevitable.
Inequidad intrínseca
—sin ninguna fuerza exterior que la restrinja ni un principio
internalizado de equidad social, la acumulación del capital lleva casi
exclusivamente a más acumulación, y el capital se concentra en pocas y
pocas manos.
Antidemocrático —las
democracias son corruptibles: la riqueza puede comprar mucha de la
representación que necesita para obtener las leyes necesarias para más
acumulación y concentración de riqueza. Esto significa que conforme la
concentración de la riqueza se incrementa, la democracia se degrada y al
final se destruye.
Improductividad de
felicidad real —la felicidad humana y el bienestar están evidentemente
ligados a otros factores además de la acumulación del capital. La
extrema pobreza claramente no produce felicidad, pero tampoco la
riqueza, pasado un nivel relativamente modesto. La felicidad se
encuentra más diseminada donde hay garantías de que las necesidades
básicas estén cubiertas para todos, la riqueza se encuentre mejor
distribuida y los lazos entre las personas y el ambiente natural sean
más fuertes que el deseo de acumular riqueza.
Quizá ahora la pregunta sea,
parafraseando cierto escepticismo diabólico de Zizek, si de verdad nos
encontramos ante el ocaso de este sistema o si, como ya ha sucedido en
otras ocasiones, el capital deambulará todavía por mucho tiempo como un
cadáver putrefacto pero semoviente, expuestas al aire sus entrañas en
descomposición de las que todavía muchos querrán seguirse alimentando.
Con información de Disinfo
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